Tal y como afirmaban Burleigh B. Gardner and Sidney J. Levy en su artículo “The product and the brand”, la marca es “más que la etiqueta empleada para diferenciarse entre los fabricantes de un producto. Es un símbolo complejo que representa una variedad de ideas y atributos. Dice muchas cosas a los consumidores, no solo por cómo suena sino, más importante, a través de las asociaciones que ha creado y adquirido a lo largo del tiempo”.
Además, afirmaban que “este conjunto de ideas, sentimientos y actitudes que los consumidores tienen sobre las marcas son cruciales a la hora de escoger y quedarse con las que les parece más apropiadas”. Así, debemos tener en cuenta que estamos en una economía en la que podemos escoger productos similares o casi idénticos fabricados por diferentes empresas y ahí es donde entra en juego el simbolismo de la marca.
El consumidor no tiene suficiente motivación basándose únicamente en las características físicas o técnicas de un producto y ahí es donde entra en juego el concepto de “consumo simbólico” y la predominancia de la marca sobre el producto. Es innegable que el aspecto emocional ocupa un lugar importante en el acto del consumo, ya que las dimensiones ligadas a los sentimientos hacen que la empresa sea competitiva y elegida por el público. Así, teniendo en cuenta lo indicado por el estudio Interbrand, la marca debe lograr un valor que será el valor de los resultados económicos atribuibles de manera directa a la marca y será valorada de acuerdo con un conjunto de principios: reconocimiento, consistencia, emoción, unicidad, adaptabilidad y dirección.
En conclusión, el consumidor tendrá en cuenta a la hora de realizar una elección la imagen, carácter o personalidad de la marca y, en muchos casos, tendrá mucha más importancia que los datos técnicos o físicos del producto. Y ahí es donde radica también el concepto de “branding emocional”, que no se dirige a la venta de un producto, sino a identificar y vincular «moralmente» al público objetivo con la marca.